sábado, 12 de abril de 2008

El carácter revolucionario del Psicoanálisis

En sus “Lecciones de introducción al psicoanálisis” Freud escribió:

El psicoanálisis ha construido, sobre la base de una gran cantidad de observaciones e impresiones, algo como una teoría, que es conocida con el nombre de teoría de la libido. Como es sabido, el psicoanálisis se ocupa de la explicación y la supresión de las llamadas perturbaciones nerviosas. Para resolver tales problemas tenía que ser hallado previamente un punto de ataque, y nos decidimos a buscarlo en la vida instintiva del alma. Así pues, ciertas hipótesis sobre la vida instintiva del hombre constituyeron la base de nuestra concepción de la nerviosidad.

La Psicología enseñada en nuestros centros pedagógicos sólo nos da respuestas insatisfactorias cuando la interrogamos sobre los problemas de la vida anímica. Pero en ningún sector son tan insuficientes como en el del instinto.


Queda, pues, a nuestro arbitrio la elección de la forma en que hayamos de procurarnos una primera orientación en este campo. La concepción vulgar destaca el hambre y el amor como representantes de los instintos que aspiran, respectivamente, a la conservación del individuo y a su reproducción. Agregándonos a esta distinción, tan próxima, discriminamos nosotros también en el psicoanálisis los instintos de conservación, o instintos del yo, de los instintos sexuales, y damos a la energía, con la que el instinto sexual actúa en la vida anímica, el nombre de la libido --apetito sexual-- como algo análogo al hambre, a la voluntad de poderío, etc., entre los instintos del yo.


Sobre la base de esta hipótesis hacemos luego el primer descubrimiento importante. Averiguamos que los instintos sexuales entrañan máxima importancia para la comprensión de las enfermedades neuróticas, y que las neurosis son, por decirlo así, las enfermedades específicas de la función sexual. Que de la cantidad de libido y de la posibilidad de satisfacerla y derivarla por medio de la satisfacción depende, en general, que una persona enferme o no de neurosis. Que la forma de la enfermedad es determinada por el modo en que el individuo haya recorrido la trayectoria evolutiva de la función sexual o, como nosotros decimos, por las fijaciones que su libido haya experimentado en el curso de su evolución. Y que poseemos, en cierta técnica, no muy sencilla, de la influencia psíquica, un medio de explicar y curar, al mismo tiempo, varios grupos de neurosis. Nuestra labor terapéutica alcanza máxima eficacia en una cierta clase de neurosis nacida del conflicto entre los instintos del yo y los instintos sexuales. Sucede, efectivamente, en el hombre que las exigencias de los instintos sexuales, que van mucho más allá del individuo, son juzgadas por el yo, como un peligro que amenaza su conservación o su propia estimación. Entonces, el yo se sitúa a la defensiva, niega a los instintos sexuales la satisfacción deseada y los obliga a buscar, por largos rodeos, aquellas satisfacciones substitutivas que se manifiestan como síntomas nerviosos.


La terapia psicoanalítica consigue, en tales casos, someter a revisión el proceso de represión y derivar el conflicto hacia un desenlace mejor, compatible con la salud. Algunos incomprensivos tachan de unilateral nuestra valoración de los instintos sexuales, alegando que el hombre tiene intereses distintos de los del sexo. Ello es cosa que jamás hemos olvidado o negado.


Nuestra unilateralidad es como la del químico que refiere todas las combinaciones a la fuerza de la atracción química. No por ello niega la ley de gravedad; se limita a abandonar su estudio al físico.
En el curso de la labor terapéutica hemos de preocuparnos de la distribución de la libido en el enfermo; investigamos a qué representaciones de objeto está ligada su libido, y la libertamos para ponerla a disposición del yo. En este proceso hemos llegado a formarnos una idea muy singular de la distribución inicial, primitiva, de la libido en el hombre. Nos hemos visto forzados a admitir que al principio de la evolución individual, toda la libido (todas las aspiraciones eróticas y toda la capacidad de amar) está ligada a la propia persona o, como nosotros decimos, constituye una carga psíquica del yo. Sólo más tarde, en concomitancia con la satisfacción de las grandes necesidades vitales, fluye la libido desde el yo a los objetos exteriores, lo cual nos permite ya reconocer a los instintos libidinosos como tales y distinguirlos de los instintos del yo. La libido puede ser nuevamente desligada de estos objetos y retraída al yo.

Al estado en que el yo conserva en sí la libido le damos el nombre de «narcisismo» en recuerdo de la leyenda griega del adolescente Narciso, enamorado de su propia imagen. Así pues, atribuimos al individuo un progreso desde el narcisismo al amor objetivado. Pero no creemos que la libido del yo pase nunca, en su totalidad, a los objetos. Cierto montante de libido permanece siempre ligado al yo, perdurando así, no obstante, un máximo desarrollo del amor objetivado, una cierta medida del narcisismo. El yo es un gran depósito, del que fluye la libido destinada a los objetos y al que afluye de nuevo desde los mismos. La libido del objeto fue primero libido del yo y puede volver a serlo. Para la buena salud del individuo es esencial que su libido no pierda esta movilidad. La cual nos representaremos más concretamente recordando las peculiaridades de los protozoos, cuya sustancia gelatinosa se prolonga en pseudópodos, en ramificaciones a las que se extiende la sustancia somática; pero que pueden ser retraídos en todo momento, reconstituyendo con ello la forma del nódulo de protoplasma.

Con las indicaciones que preceden hemos intentado describir nuestra teoría de la libido, en la cual se basan todas nuestras tesis sobre la esencia de la neurosis y nuestro método terapéutico contra ellas. Y claro está que también en cuanto al estado normal consideramos válidas las hipótesis de la teoría de la libido. Hablamos del narcisismo del niño pequeño y atribuimos al intensísimo narcisismo del hombre primitivo su fe en la omnipotencia de sus pensamientos, que le lleva a querer influir sobre el curso de los sucesos exteriores por medio de la técnica de la magia. Después de esta introducción indicaremos que el narcisismo general, el amor propio de la Humanidad, ha sufrido hasta ahora tres graves ofensas por parte de la investigación científica:

a) El hombre creía al principio, en la época inicial de su investigación, que la Tierra, su sede, se encontraba en reposo en el centro del Universo, en tanto que el Sol, la Luna y los planetas giraban circularmente en derredor de ella. Seguía así ingenuamente la impresión de sus percepciones sensoriales, pues no advertía ni advierte movimiento alguno de la Tierra, y dondequiera que su vista puede extenderse libremente, se encuentra siempre en el centro de un círculo, que encierra el mundo exterior. La situación central de la Tierra le era garantía de su función predominante en el Universo, y le parecía muy de acuerdo con su tendencia a sentirse dueño y señor del Mundo.

La destrucción de esta ilusión narcisista se enlaza, para nosotros, al nombre y a los trabajos de Nicolás Copérnico en el siglo XVI. Mucho antes que él, ya los pitagóricos habían puesto en duda la situación preferente de la Tierra, y Aristarco de Samos había afirmado, en el siglo III a. de J. C., que la Tierra era mucho más pequeña que el Sol, y se movía en derredor del mismo. Así pues, también el gran descubrimiento de Copérnico había sido hecho antes de él. Pero cuando fue ya generalmente reconocido, el amor propio humano sufrió su primera ofensa: la ofensa cosmológica.

b) En el curso de su evolución cultural, el hombre se consideró como soberano de todos los seres que poblaban la Tierra. Y no contento con tal soberanía, comenzó a abrir un abismo entre él y ellos. Les negó la razón, y se atribuyó un alma inmortal y un origen divino, que le permitió romper todo lazo de comunidad con el mundo animal. Es singular que esta exaltación permanezca aún ajena al niño pequeño, como al primitivo y al hombre primordial. Es el resultado de una presuntuosa evolución posterior. En el estadio del totemismo, el primitivo no encontraba depresivo hacer descender su estirpe de un antepasado animal. El mito, que integra los residuos de aquella antigua manera de pensar, hace adoptar a los dioses figura de animales, y el arte primitivo crea dioses con cabeza de animal. El niño no siente diferencia alguna entre su propio ser y el del animal; acepta sin asombro que los animales de las fábulas piensen y hablen, y desplaza un afecto de angustia, que le es inspirado por su padre, sobre un determinado animal --perro o caballo -, sin tender con ello a rebajar a aquél. Sólo más tarde llega a sentirse tan distinto de los animales, que le es ya dado servirse de sus nombres como de un calificativo insultante para otras personas.

Todos sabemos que las investigaciones de Darwin y las de sus precursores y colaboradores pusieron fin, hace poco más de medio siglo, a esta exaltación del hombre. El hombre no es nada distinto del animal ni algo mejor que él; procede de la escala zoológica y está próximamente emparentado a unas especies, y más lejanamente, a otras. Sus adquisiciones posteriores no han logrado borrar los testimonios de su equiparación, dados tanto en su constitución física como en sus disposiciones anímicas. Esta es la segunda ofensa —la ofensa biológica— inferida al narcisismo humano.

c) Pero la ofensa más sensible es la tercera, de naturaleza psicológica. El hombre, aunque exteriormente humillado, se siente soberano en su propia alma. En algún lugar del nódulo de su yo se ha creado un órgano inspector, que vigila sus impulsos y sus actos, inhibiéndolos y retrayéndolos implacablemente cuando no coinciden con sus aspiraciones. Su percepción interna, su conciencia, da cuenta al yo en todos los sucesos de importancia que se desarrollan en el mecanismo anímico, y la voluntad dirigida por estas informaciones ejecuta lo que el yo ordena y modifica aquello que quisiera cumplirse independientemente. Pues esta alma no es algo simple, sino más bien una jerarquía de instancias, una confusión de impulsos, que tienden, independientemente unos de otros, a su cumplimiento correlativamente a la multiplicidad de los instintos y de las relaciones con el mundo exterior. Para la función es preciso que la instancia superior reciba noticia de cuanto se prepara, y que su voluntad pueda llegar a todas partes y ejercer por doquiera su influjo. Pero el yo se siente seguro, tanto de la amplitud y de la fidelidad de las noticias como de la transmisión de sus mandatos.

En ciertas enfermedades, y desde luego en las neurosis por nosotros estudiadas, sucede otra cosa. El yo se siente a disgusto, pues tropieza con limitaciones de su poder dentro de su propia casa, dentro del alma misma. Surgen de pronto pensamientos, de los que no se sabe de dónde vienen, sin que tampoco sea posible rechazarlos. Tales huéspedes indeseables parecen incluso ser más poderosos que los sometidos al yo; resisten a todos los medios coercitivos de la voluntad, y permanecen impertérritos ante la contradicción lógica y ante el testimonio, contrario a la realidad. O surgen impulsos, que son como los de un extraño, de suerte que el yo los niega, pero no obstante ha de temerlos y tomar medidas cautelares contra ellos. El yo se dice que aquello es una enfermedad, una invasión extranjera, e intensifica su vigilancia; pero no puede comprender por qué se siente tan singularmente paralizado.

La Psiquiatría niega, desde luego, en estos casos que se hayan introducido en la vida anímica extraños espíritus perversos; pero, aparte de ello, no hace más que encogerse de hombros y hablar de degeneración, disposición hereditaria e inferioridad constitucional. El psicoanálisis procura esclarecer estos inquietantes casos patológicos, emprende largas y minuciosas investigaciones y puede, por fin, decir al yo: «No se ha introducido en ti nada extraño; una parte de tu propia vida anímica se ha sustraído a tu conocimiento y a la soberanía de tu voluntad. Por eso es tan débil tu defensa; combates con una parte de su fuerza contra la otra parte, y no puedes reunir, como lo harías contra un enemigo exterior, toda tu energía. Y ni siquiera es la parte peor, o la menos importante, de tus fuerzas anímicas la que así se te ha puesto enfrente y se ha hecho independiente de ti. Pero es toda la culpa tuya. Has sobrestimado tus fuerzas, creyendo que podías hacer lo que quisieras con tus instintos sexuales, sin tener para nada en cuenta sus propias tendencias. Los instintos sexuales se han rebelado entonces y han seguido sus propios oscuros caminos para sustraerse al sometimiento, y se han salido con la suya de un modo que no puede serte grato. De cómo lo han logrado y qué caminos han seguido, no has tenido tú la menor noticia; sólo el resultado de tal proceso, el síntoma, que tú sientes como un signo de enfermedad, ha llegado a tu conocimiento. Pero no lo reconoces como una derivación de tus propios instintos rechazados ni sabes que es una satisfacción sustitutivo de los mismos.

Ahora bien: todo este proceso sólo se hace posible por el hecho de que también en otro punto importantísimo estás en error. Confías en que todo lo que sucede en tu alma llega a tu conocimiento, por cuanto la conciencia se encarga de anunciártelo. Y cuando no has tenido noticia ninguna de algo, crees que no puede existir en tu alma. Llegas incluso a identificar lo «anímico» con lo «consciente»; esto es, con lo que te es conocido, a pesar de la evidencia de que a tu vida psíquica tiene que suceder de continuo mucho más de lo que llega a ser conocido a tu conciencia. Déjate instruir sobre este punto. Lo anímico en ti no coincide con lo que te es consciente; una cosa es que algo sucede en tu alma, y otra que tú llegues a tener conocimiento de ello. Concedemos, sí, que, por lo general, el servicio de información de tu conciencia es suficiente para tus necesidades. Pero no debes acariciar la ilusión de que obtienes noticia de todo lo importante. En algunos casos (por ejemplo, en el de un tal conflicto de los instintos), el servicio de información falla, y tu voluntad no alcanza entonces más allá de tu conocimiento. Pero, además, en todos los casos, las noticias de tu conciencia son incompletas, y muchas veces nada fidedignas, sucediendo también con frecuencia que sólo llegas a tener noticia de los acontecimientos cuando los mismos se han cumplido ya, y en nada puedes modificarlos. ¿Quién puede estimar, aun no estando tú enfermo, todo lo que sucede en tu alma sin que tú recibas noticia de ello o sólo noticias incompletas y falsas? Te conduces como un rey absoluto, que se contenta con la información que le procuran sus altos dignatarios y no desciende jamás hasta el pueblo para oír su voz. Adéntrate en ti, desciende a tus estratos más profundos y aprende a conocerte a ti mismo; sólo entonces podrás llegar a comprender por qué puedes enfermar y, acaso, también a evitar la enfermedad.»

Así quiso el psicoanálisis aleccionar al yo. Pero sus dos tesis, la de que la vida instintiva de la sexualidad no puede ser totalmente domada en nosotros y la de que los procesos anímicos son en sí inconscientes, y sólo mediante una percepción incompleta y poco fidedigna llegan a ser accesibles al yo y sometidos por él, equivalen a la afirmación de que el yo no es dueño y señor en su propia casa. Y representan el tercer agravio inferido a nuestro amor propio; un agravio psicológico. No es, por tanto, de extrañar que el yo no acoja favorablemente las tesis psicoanalíticas y se niegue tenazmente a darles crédito.

Sólo una minoría entre los hombres se ha dado clara cuenta de la importancia decisiva que supone para la ciencia y para la vida la hipótesis de la existencia de procesos psíquicos inconscientes. Pero nos apresuraremos a añadir que no ha sido el psicoanálisis el primero en dar este paso. Podemos citar como precursores a renombrados filósofos, ante todo a Schopenhauer, el gran pensador, cuya «voluntad» inconsciente puede equipararse a los instintos anímicos del psicoanálisis, y que atrajo la atención de los hombres con frases de inolvidable penetración sobre la importancia, desconocida aún, de sus impulsos sexuales. Lo que el psicoanálisis ha hecho ha sido no limitarse a afirmar abstractamente las dos tesis, tan ingratas al narcisismo, de la importancia psíquica de la sexualidad y la inconsciencia de la vida anímica, sino que las ha demostrado con su aplicación a un material que a todos nos atañe personalmente y nos fuerza a adoptar una actitud ante estos problemas. Pero precisamente por ello ha atraído sobre sí la repulsa y las resistencias que aluden aún respetuosamente al gran nombre del filósofo.