lunes, 28 de abril de 2008

Jung: psicología experimental y realidad del alma

Jung estuvo siempre convencido de la “realidad del alma” en tanto que irreductible a “realidad física” y, por ello mismo, sostuvo la hipótesis de una “psique autónoma”. Desde sus comienzos opuso el conocimiento de la “profundidad” del alma a los métodos de una psicología “experimental”.
Es así que ya en uno de sus trabajos tempranos, “Lo inconsciente”, escribió:

“La psicología experimental de hoy está muy lejos de ilustrar de una manera comprensiva sobre los procesos prácticamente más importantes del alma. Su objeto es, efectivamente, otro distinto. La psicología trata de aislar y estudiar aisladamente los procesos más sencillos y elementales posibles, que se hallan en la frontera de lo fisiológico. No acoge lo infinitamente variable y movedizo de la vida individual del espíritu; por eso sus conocimientos y datos son, en lo esencial, detalles y carecen de cohesión armónica. Quien desee, por lo tanto, conocer el alma humana, no podrá aprender nada, o casi nada, de la psicología experimental. A este tal habría que aconsejarle más bien que se despoje de la toga doctoral, que se despida del gabinete de estudio y que se vaya por el mundo con humano corazón a ver los horrores de los presidios, manicomios y hospitales; a contemplar los sórdidos tugurios, burdeles y garitos; a visitar los salones de la sociedad elegante, las Bolsas, los meetings socialistas, las iglesias, los conventículos de las sectas para experimentar en su propio cuerpo el amor y el odio, la pasión en todas sus formas; y así volvería cargado con más rica ciencia de la que pueden darle gruesos tomos y podría ser entonces médico de sus enfermos, verdadero conocedor del alma humana. Hay, pues, que perdonarle, si no concede gran atención a las llamadas "piedras angulares" de la psicología experimental. Pues entre aquello que la ciencia llama psicología, y lo que la práctica de la vida diaria espera de la "psicología", hay una sima profunda. Esta deficiencia fue precisamente el origen de una psicología nueva.”

Esta “nueva” psicología no era sino la “psicología profunda” o psicología de la profundidad, inaugurada por Sigmund Freud

Puede consultarse el texto de Jung picando aquí

viernes, 25 de abril de 2008

Jung: naturaleza (instinto) & cultura (espíritu)

Ya Nietzsche, en la segunda mitad del s. XIX, enfrentó “naturaleza” (vida) y “espíritu” (cultura) como dos ámbitos contrapuestos. Esta contraposición, que se remonta tanto a Nietzsche como a diversas interpretaciones de su pensamiento, predomina a finales del XIX (“ciencias de la naturaleza”, “ciencias del espíritu”) y aún en el siglo XX. Tal oposición es aparente en el psicoanálisis (expresamente tematizada en “El malestar en la cultura” de Freud”) y también en el pensamiento de Jung, que dedicó diversos estudios y conferencias a tratar la relación entre “instinto” y “espíritu”, a los que en alguna ocasión tipificó como los extremos infrarrojo (instinto) y ultravioleta (espíritu) de un mismo espectro (ver “Consideraciones teóricas acerca de la esencia de lo psíquico", en Obra Completa, vol. 8)

En otro ensayo de 1930 que acabo de publicar en la web, incluído en el mismo volumen, El punto de inflexión de la vida”, Jung hace la importante observación:

“Desviarse y ponerse en contra del instinto crea la consciencia. El instinto es naturaleza y quiere naturaleza. La consciencia, por el contrario, sólo puede querer o negar la cultura, y cada vez que -con una especie de añoranza rousseauniana- se aspira a volver a la naturaleza, se “cultiva” la naturaleza”

Esta concepción de la consciencia como "oposición" o incluso "negación" de la naturaleza, tendrá consecuencias de largo alcance no sólo en la psicología arquetipal (que enfocará el “hacer alma” como un anti-naturalismo y un proceso de des-literalización , un opus contra natura alquímico) sino también en la propuesta de Giegerich acerca de la psique como “vida lógica”.

También afirma Jung en este artículo:

“Quien se protege de lo nuevo, de lo ajeno, y regresa al pasado está tan neurótico como quien se identifica con lo nuevo para huir del pasado. La única diferencia es que uno se ha distanciado del pasado y otro del futuro. Los dos hacen esencialmente lo mismo: rescatar la estrechez de su consciencia en vez de hacerla estallar en la tensión de los opuestos para crear un estado de consciencia más amplio y elevado.”

“Los grandes problemas de la vida nunca se resuelven para siempre. Si alguna vez parecen estar resueltos se trata siempre de una pérdida. Su sentido y su finalidad no parecen residir en su solución, sino en que nos ocupemos constantemente de ellos. Sólo eso nos libra del atontamiento y del anquilosamiento.”

domingo, 20 de abril de 2008

Jung y la realidad del alma

Acabo de publicar en la web del Centro, la serie de lecciones Terry, que Jung diera en la Universidad americana de Yale en 1937 y que luego se reunieron en un libro editado como “Psicología y Religión”.
En el prólogo a este libro, Enrique Butelman acertadamente apunta:

“Si quisiéramos resumir lo esencial de la psicología analítica, nada mejor que recordar una frase apotegmática que figura en el presente libro: “La psique existe, en efecto, es la existencia misma”. “Es un prejuicio casi ridículo suponer que la existencia no puede ser sino corpórea. De hecho, la única forma de existencia de la que poseemos conocimiento inmediato, es anímica”.
Esta afirmación absoluta de la realidad de lo psíquico, así como el rechazo terminante de cualquier reducción de lo psíquico a categorías biológicas, constituyen dos de los principios fundamentales de Jung, quien califica su método de fenomenológico: “que trata de sucesos, de acontecimientos, de experiencias, en resumen, de hechos. Su verdad es un hecho, no un juicio”. No incumbe a la psicología el problema de si determinada idea es verdadera o falsa. “Solo se ocupa del hecho de su existencia y en tanto existe es psicológicamente verdadera”.
El tercero, implícito en los anteriores, es la actividad creadora de lo inconsciente.”


Puedes consultar la obra picando aquí

jueves, 17 de abril de 2008

Alfred Adler: El sentido de la vida

Alfred Adler (1870-1937) se separó del movimiento psicoanalítico de Sigmund Freud en 1911 - para proponer su “Psicología Individual”. Fue así el primer disidente que inauguraría una visión psicológica original, como ocurriría también dos años más tarde con Carl G. Jung.

Su aproximación al alma, si bien aún se mueve dentro de una concepción de “profundidad”, hace prescindible todo tipo de “entidades” psicológicas (lo inconsciente, los arquetipos, las instancias psíquicas), alejándose así de una visión metafísica de la psique, y en cambio destaca los estilos de vida, las ficciones que orientan la existencia, el anhelo de superación y el sentimiento de comunidad.

Su pensamiento, notablemente original y estimulante, ha influido en muchas corrientes psicológicas del siglo XX, desde el personalismo de Carl Rogers hasta Abraham Maslow y los movimientos que acentúan el impulso anímico a la auto-realización creativa, así como en todos los enfoque “holísticos” de la psicología.

Acabo de publicar en la web su obra de 1935, “El sentido de la vida” en la cual desgrana todos los temas básicos de su agudo pensamiento y confronta su visión con el psicoanálisis de Freud.

Este libro tiene especial interés para quienes sigan la “Reflexiones sobre el Alma”, ya que la brevedad del curso no permitirá ahondar en el pensamiento de Adler, que merece ser conocido y divulgado. Sin ser tan “popular” y difundido como los pensamientos de Freud o de Jung, el de Adler es sin embargo de una transparencia y de una “inteligibilidad” cristalina, y nada afecto a postular “entidades” metafísicamente sospechosas, o a hacer del alma una sustancia, y por tanto está más libre de una interpretación “naturalista” de la psique. Para Adler, por ejemplo, lo inconsciente es ante todo “lo incomprendido, lo que ha escapado a nuestra comprensión”, y no una “región”, un “estrato” o una misteriosa “dimensión” o “capa” psíquica. La psique es así un decurso y un discurso, mucho más que un “objeto”. En este sentido, Adler postula ejemplarmente una visión antidogmática y no sustancialista, que sin embargo no reniega de la profundidad ni de la inteligibilidad de las dinámicas del alma.

Aprovecho aquí para recordar una serie de notables frases de Adler, tomadas de diversas obras suyas:

Toda actividad psicológica muestra que su dirección está gobernada por una meta predeterminada. Empero, poco después de que comience el desarrollo psicológico del niño, todas estas metas tentativas, individualmente reconocibles, caen bajo el dominio de la meta ficticia, un fin que se considera firmemente establecido. En otras palabras, como un personaje diseñado por un buen dramaturgo, la vida interior del individuo está guiada por lo que ocurre en el quinto acto de la obra.

Si queremos entender la naturaleza de un individuo, entonces toda manifestación psicologica debiera percibirse y comprenderse como preparatorias para una meta particular. Cada persona desarrolla una meta final, consciente o inconscientemente, pero ignorante de su significado.

Confía sólo en el movimiento. La vida ocurre en el plano de los acontecimientos, no el de las palabras. Confía en el movimiento...

Es fácil creer que la vida es larga y los propios dones son vastos -esto es: fácil en el comienzo. Pero los limites de la vida se van haciendo más evidentes; se vuelve claro que una gran obra puede hacerse raramente, si es que se hace alguna vez

Es más fácil luchar por los propios principios que vivir a su altura.

No hay algo así como el talento. Hay presión.

El mayor peligro en la vida es que puedas tomar demasiadas precauciones.

La únicas personas normales son las que no conoces muy bien.

La verdad es con frecuencia una terrible arma de agresión. Es posible mentir, e incluso matar, con la verdad.

Más importante que las disposiciones innatas, la experiencia objetiva y el entorno es la evaluación subjetiva de éstos. Además, esta evaluación permanece en una cierta y con frecuencia extraña relación con la realidad.

Los significados no están determinados por las situaciones, sino que nos determinamos a nosotros mismos por los significados que damos a las situaciones.

No podemos decir que si un niño está mal alimentado se volverá un criminal. Debemos ver qué conclusiones ha sacado el niño.

Todas las posibilidades hereditarias y todas las influencias del cuerpo, todas las influencias ambientales, incluyedo la presión educacional, son percibidas, asimiladas, digeridas y respondidas por un ser viviente que aspira: aspira la realización exitosa en su modo de ver. La subjetividad del individuo, su especial estilo de vida y su concepción de la vida moldean y configuran todas las influencias. La vida individual reune todas estas influencias y las usa como ladrillos provocativos para construir una totalidad que aspira hacia una meta exitosa al relacionarse con los problemas externos.

Podemos comprender todos los fenómenos de la vida como si el pasado, el presente y el futuro junto con una idea rectora, supraordenada, estuvieran presente en ellos como indicios.

Cuando conocemos la meta de una persona, conocemos aproximadamente lo que seguirá.

Cada individuo actua y sufre de acuerdo con su peculiar teleología, que tiene toda la inevitabilidad del destino, en tanto él no lo comprenda.

La opinión que una persona tiene de sí y del entorno puede deducirse mejor del significado que encuentra en la vida y del significado que da a su propia vida.

El ideal abstracto, ficticio, es el punto de origen para la formación y diferenciación de los recursos psicológicos dados en forma de actitudes preparatorias, disponibilidades y rasgos del carácter. El individuo entonces viste los rasgos de carácter exigidos por su meta ficticia, tal como la máscara del personaje (persona) del actor antiguo tenía que adecuarse a los fines de la tragedia.

El alma humana muestra un impulso a capturar en formas fijas mediante supuestos irreales, esto es, ficciones, aquello que es caótico, siempre en flujo e incomprensible. Sirviendo a este impulso, el niño generalmente usa un plan a fin de actuar y encontrar su camino. Procedemos del mismo modo cuando dividimos la tierra mediante paralelos y meridianos, pues sólo así conseguimos puntos fijos que podemos poner en relación entre sí.

El neurótico está clavado en la cruz de su ficción.

Después de todo, no hay principio según el cual vivir que sería válido hasta el mismo final; incluso las soluciones más correctas interfieren con el curso de la vida cuando son empujadas demasiado lejos en el fondo, como por ejempo si uno hace de la impecabilidad y la verdad la meta de toda aspiración.

Creo que no estoy limitado por ningún regla estricta o prejuicio, sino que prefiero suscribir al principio: Todo puede también ser diferente.

No debemos descuidar nunca el uso que el paciente hace de sus síntomas.

Habría muchos menos arranques de mal humor si no se ofreciera la posibilidad de asegurar de este modo la propia importancia.

Ninguna experiencia es una causa de éxito o de fracaso. No sufrimos de la conmoción de nuestras experiencias -al así llamado "trauma"- sino que hacemos de ellas lo que conviene a nuestros propósitos.

Uno de los complejos más interesantes es el complejo de redentor. Caracteriza a aquellos que conspicua pero inadvertidamente asumen la acctitud de que deb en salvar o redimir a alguien. Hay miles de grados y variaciones, pero siempre es claramente la actitud de una persona que encuentra su superioridad resolviendo las complicaciones de los demás.

En la investigación de un estilo de vida neurótico siempre debemos sospechar un oponente, y tomar en cuenta quién sufre más a causa de la condición del paciente. Usualmente es un miembro de la familia. Hay siempre este elemento de acusación velada en la neurosis, el paciente siente com si se le privara de su derecho -esto es, del centro de atención- y deseando atribuir la responsabilidad y la culpa en alguien.

Los individuos desafiantes siempre perseguirán a otros, y sin embargo siempre se considerarán perseguidos.

Una actriz neurótica, hablando sobre asuntos amorosos, dijo: "No temo en absoluto a tales asuntos. De hecho soy completamente amoral. Sólo hay una cosa: he encontrado que los hombres huelen mal, y eso viola mi sentido estético". Comprenderemos que con tal actitud uno puede muy bien permitirse ser amoral sin incurrir en ningún peligro.

Herir a otra persona mediante el arrepentimiento es uno de los recursos más sutiles del neurótico, como cuando, por ejemplo, se complace en auto-acusaciones.

Una mentira no tendría sentido a menos que la verdad fuera sentida como peligrosa.

Lágrimas y quejas -los medios que he llamado "poder del agua", pueden ser un arma extremadamente útil para perturbar la cooperación y ceñir a los demás a la condición de esclavitud.

...La preparación imperfecta origina las miriadas de formas que expresan la inseguridad y la inferioridad mental y física... En cada caso hay un "sí" que acentúa la presión del interés social, pero siempre está invariablemente seguido por un "pero" que posee mayor fuerza e impide el necesario aumento de interés social. Este "pero" en todos los casos, típicos o particulares, tendrá un matiz individual. La dificultad de una cura está en proporción a la fuerza del "pero".

"Si no tuviera (esta dificultad) yo sería el primero". Como regla, la cláusula "si" contiene una condición imposible de cumplir, o el propio arreglo del paciente, que sólo él puede cambiar.

La neurosis es el desarrollo natural, lógico, de un individuo que está comparativamente inactivo, lleno de un anhelo personal, egocéntrico, de superioridad, y por ello está atrasado en el desarrollo de su interés social.

Ver con los ojos de otro, escuchar con los oídos de otro, sentir con el corazón de otro. Por el momento esa me parece una definición aceptabl de lo que llamamos sentimiento social.

En la vida real siempre hallamos una confirmación de la melodía del sí mismo integral, de la personalidad, con sus miles de ramificaciones. Si creemos que el fundamento, la base última de todo se ha encontrado en los rasgos del carácter, los impulsos o los reflejos, el sí mismo tiende a ser descuidado.

Los mismos tonos cuentan un cuento diferente en Richard Wagner que en Liszt.

La gente cree con frecuencia que izquierda y derecha son contradicciones, que hombre y mujer, caliente y frío, ligero y pesado, fuerte y débil son contradicciones. Desde un punto de vista científico, no son contradicciones sino variedades. Son grados de una escala, ordenados de acuerdo con su aproximación a una ficción ideal. De la misma manera, bueno y malo, normal y anormal no son contradicciones sino variedades.

El psicólogo puede tan sólo llamar la atención sobre los errores; el paciente, en cambio, se ve obligado a dar vida a la misma verdad.

El hombre sabe mucho más de lo que comprende.

Para consultar su “El sentido de la vida” basta con picar aquí.


miércoles, 16 de abril de 2008

Miseria de la psicología (6): Neurociencia y filosofía


En una clase dada el 28 de enero de 2008, se trataron temas psicológicos fundamentales, tales como la relación entre psicología y filosofía, la neurociencia, la perspectiva imaginal de James Hillman y el alma concebida como vida lógica según Wolfgang Giegerich.

Puede escucharse la clase picando aquí

martes, 15 de abril de 2008

Programa sobre San Juan de la Cruz, por Mario Satz

Segovia, septiembre del 10 al 14
Prof. Mario Satz
Programa:
11.9. - Juan de la Cruz: Actualidad de un poeta santo
11.9. - Breve biografía de un altísimo maestro
12.9. - El misterio de la noche oscura y el inconsciente
12.9. - La cristalina fuente
12.9 - Las tres libreas o túnicas del alma
13.9 - El simbolismo del corazón
13.9 - La Subida al Monte Carmelo

Además: reflexiones sobre mística comparada y literatura religiosa en forma de coloquio con los participantes. Los costes totales del cursillo ascenderán a unos 300 € por persona. Este importe incluye tanto las clases como la pensión completa, la pernoctación (habitación compartida en el convento), alquiler de sala de eventos, etc. Para reservas contactar con :
viestal@hotmail.com

sábado, 12 de abril de 2008

El carácter revolucionario del Psicoanálisis

En sus “Lecciones de introducción al psicoanálisis” Freud escribió:

El psicoanálisis ha construido, sobre la base de una gran cantidad de observaciones e impresiones, algo como una teoría, que es conocida con el nombre de teoría de la libido. Como es sabido, el psicoanálisis se ocupa de la explicación y la supresión de las llamadas perturbaciones nerviosas. Para resolver tales problemas tenía que ser hallado previamente un punto de ataque, y nos decidimos a buscarlo en la vida instintiva del alma. Así pues, ciertas hipótesis sobre la vida instintiva del hombre constituyeron la base de nuestra concepción de la nerviosidad.

La Psicología enseñada en nuestros centros pedagógicos sólo nos da respuestas insatisfactorias cuando la interrogamos sobre los problemas de la vida anímica. Pero en ningún sector son tan insuficientes como en el del instinto.


Queda, pues, a nuestro arbitrio la elección de la forma en que hayamos de procurarnos una primera orientación en este campo. La concepción vulgar destaca el hambre y el amor como representantes de los instintos que aspiran, respectivamente, a la conservación del individuo y a su reproducción. Agregándonos a esta distinción, tan próxima, discriminamos nosotros también en el psicoanálisis los instintos de conservación, o instintos del yo, de los instintos sexuales, y damos a la energía, con la que el instinto sexual actúa en la vida anímica, el nombre de la libido --apetito sexual-- como algo análogo al hambre, a la voluntad de poderío, etc., entre los instintos del yo.


Sobre la base de esta hipótesis hacemos luego el primer descubrimiento importante. Averiguamos que los instintos sexuales entrañan máxima importancia para la comprensión de las enfermedades neuróticas, y que las neurosis son, por decirlo así, las enfermedades específicas de la función sexual. Que de la cantidad de libido y de la posibilidad de satisfacerla y derivarla por medio de la satisfacción depende, en general, que una persona enferme o no de neurosis. Que la forma de la enfermedad es determinada por el modo en que el individuo haya recorrido la trayectoria evolutiva de la función sexual o, como nosotros decimos, por las fijaciones que su libido haya experimentado en el curso de su evolución. Y que poseemos, en cierta técnica, no muy sencilla, de la influencia psíquica, un medio de explicar y curar, al mismo tiempo, varios grupos de neurosis. Nuestra labor terapéutica alcanza máxima eficacia en una cierta clase de neurosis nacida del conflicto entre los instintos del yo y los instintos sexuales. Sucede, efectivamente, en el hombre que las exigencias de los instintos sexuales, que van mucho más allá del individuo, son juzgadas por el yo, como un peligro que amenaza su conservación o su propia estimación. Entonces, el yo se sitúa a la defensiva, niega a los instintos sexuales la satisfacción deseada y los obliga a buscar, por largos rodeos, aquellas satisfacciones substitutivas que se manifiestan como síntomas nerviosos.


La terapia psicoanalítica consigue, en tales casos, someter a revisión el proceso de represión y derivar el conflicto hacia un desenlace mejor, compatible con la salud. Algunos incomprensivos tachan de unilateral nuestra valoración de los instintos sexuales, alegando que el hombre tiene intereses distintos de los del sexo. Ello es cosa que jamás hemos olvidado o negado.


Nuestra unilateralidad es como la del químico que refiere todas las combinaciones a la fuerza de la atracción química. No por ello niega la ley de gravedad; se limita a abandonar su estudio al físico.
En el curso de la labor terapéutica hemos de preocuparnos de la distribución de la libido en el enfermo; investigamos a qué representaciones de objeto está ligada su libido, y la libertamos para ponerla a disposición del yo. En este proceso hemos llegado a formarnos una idea muy singular de la distribución inicial, primitiva, de la libido en el hombre. Nos hemos visto forzados a admitir que al principio de la evolución individual, toda la libido (todas las aspiraciones eróticas y toda la capacidad de amar) está ligada a la propia persona o, como nosotros decimos, constituye una carga psíquica del yo. Sólo más tarde, en concomitancia con la satisfacción de las grandes necesidades vitales, fluye la libido desde el yo a los objetos exteriores, lo cual nos permite ya reconocer a los instintos libidinosos como tales y distinguirlos de los instintos del yo. La libido puede ser nuevamente desligada de estos objetos y retraída al yo.

Al estado en que el yo conserva en sí la libido le damos el nombre de «narcisismo» en recuerdo de la leyenda griega del adolescente Narciso, enamorado de su propia imagen. Así pues, atribuimos al individuo un progreso desde el narcisismo al amor objetivado. Pero no creemos que la libido del yo pase nunca, en su totalidad, a los objetos. Cierto montante de libido permanece siempre ligado al yo, perdurando así, no obstante, un máximo desarrollo del amor objetivado, una cierta medida del narcisismo. El yo es un gran depósito, del que fluye la libido destinada a los objetos y al que afluye de nuevo desde los mismos. La libido del objeto fue primero libido del yo y puede volver a serlo. Para la buena salud del individuo es esencial que su libido no pierda esta movilidad. La cual nos representaremos más concretamente recordando las peculiaridades de los protozoos, cuya sustancia gelatinosa se prolonga en pseudópodos, en ramificaciones a las que se extiende la sustancia somática; pero que pueden ser retraídos en todo momento, reconstituyendo con ello la forma del nódulo de protoplasma.

Con las indicaciones que preceden hemos intentado describir nuestra teoría de la libido, en la cual se basan todas nuestras tesis sobre la esencia de la neurosis y nuestro método terapéutico contra ellas. Y claro está que también en cuanto al estado normal consideramos válidas las hipótesis de la teoría de la libido. Hablamos del narcisismo del niño pequeño y atribuimos al intensísimo narcisismo del hombre primitivo su fe en la omnipotencia de sus pensamientos, que le lleva a querer influir sobre el curso de los sucesos exteriores por medio de la técnica de la magia. Después de esta introducción indicaremos que el narcisismo general, el amor propio de la Humanidad, ha sufrido hasta ahora tres graves ofensas por parte de la investigación científica:

a) El hombre creía al principio, en la época inicial de su investigación, que la Tierra, su sede, se encontraba en reposo en el centro del Universo, en tanto que el Sol, la Luna y los planetas giraban circularmente en derredor de ella. Seguía así ingenuamente la impresión de sus percepciones sensoriales, pues no advertía ni advierte movimiento alguno de la Tierra, y dondequiera que su vista puede extenderse libremente, se encuentra siempre en el centro de un círculo, que encierra el mundo exterior. La situación central de la Tierra le era garantía de su función predominante en el Universo, y le parecía muy de acuerdo con su tendencia a sentirse dueño y señor del Mundo.

La destrucción de esta ilusión narcisista se enlaza, para nosotros, al nombre y a los trabajos de Nicolás Copérnico en el siglo XVI. Mucho antes que él, ya los pitagóricos habían puesto en duda la situación preferente de la Tierra, y Aristarco de Samos había afirmado, en el siglo III a. de J. C., que la Tierra era mucho más pequeña que el Sol, y se movía en derredor del mismo. Así pues, también el gran descubrimiento de Copérnico había sido hecho antes de él. Pero cuando fue ya generalmente reconocido, el amor propio humano sufrió su primera ofensa: la ofensa cosmológica.

b) En el curso de su evolución cultural, el hombre se consideró como soberano de todos los seres que poblaban la Tierra. Y no contento con tal soberanía, comenzó a abrir un abismo entre él y ellos. Les negó la razón, y se atribuyó un alma inmortal y un origen divino, que le permitió romper todo lazo de comunidad con el mundo animal. Es singular que esta exaltación permanezca aún ajena al niño pequeño, como al primitivo y al hombre primordial. Es el resultado de una presuntuosa evolución posterior. En el estadio del totemismo, el primitivo no encontraba depresivo hacer descender su estirpe de un antepasado animal. El mito, que integra los residuos de aquella antigua manera de pensar, hace adoptar a los dioses figura de animales, y el arte primitivo crea dioses con cabeza de animal. El niño no siente diferencia alguna entre su propio ser y el del animal; acepta sin asombro que los animales de las fábulas piensen y hablen, y desplaza un afecto de angustia, que le es inspirado por su padre, sobre un determinado animal --perro o caballo -, sin tender con ello a rebajar a aquél. Sólo más tarde llega a sentirse tan distinto de los animales, que le es ya dado servirse de sus nombres como de un calificativo insultante para otras personas.

Todos sabemos que las investigaciones de Darwin y las de sus precursores y colaboradores pusieron fin, hace poco más de medio siglo, a esta exaltación del hombre. El hombre no es nada distinto del animal ni algo mejor que él; procede de la escala zoológica y está próximamente emparentado a unas especies, y más lejanamente, a otras. Sus adquisiciones posteriores no han logrado borrar los testimonios de su equiparación, dados tanto en su constitución física como en sus disposiciones anímicas. Esta es la segunda ofensa —la ofensa biológica— inferida al narcisismo humano.

c) Pero la ofensa más sensible es la tercera, de naturaleza psicológica. El hombre, aunque exteriormente humillado, se siente soberano en su propia alma. En algún lugar del nódulo de su yo se ha creado un órgano inspector, que vigila sus impulsos y sus actos, inhibiéndolos y retrayéndolos implacablemente cuando no coinciden con sus aspiraciones. Su percepción interna, su conciencia, da cuenta al yo en todos los sucesos de importancia que se desarrollan en el mecanismo anímico, y la voluntad dirigida por estas informaciones ejecuta lo que el yo ordena y modifica aquello que quisiera cumplirse independientemente. Pues esta alma no es algo simple, sino más bien una jerarquía de instancias, una confusión de impulsos, que tienden, independientemente unos de otros, a su cumplimiento correlativamente a la multiplicidad de los instintos y de las relaciones con el mundo exterior. Para la función es preciso que la instancia superior reciba noticia de cuanto se prepara, y que su voluntad pueda llegar a todas partes y ejercer por doquiera su influjo. Pero el yo se siente seguro, tanto de la amplitud y de la fidelidad de las noticias como de la transmisión de sus mandatos.

En ciertas enfermedades, y desde luego en las neurosis por nosotros estudiadas, sucede otra cosa. El yo se siente a disgusto, pues tropieza con limitaciones de su poder dentro de su propia casa, dentro del alma misma. Surgen de pronto pensamientos, de los que no se sabe de dónde vienen, sin que tampoco sea posible rechazarlos. Tales huéspedes indeseables parecen incluso ser más poderosos que los sometidos al yo; resisten a todos los medios coercitivos de la voluntad, y permanecen impertérritos ante la contradicción lógica y ante el testimonio, contrario a la realidad. O surgen impulsos, que son como los de un extraño, de suerte que el yo los niega, pero no obstante ha de temerlos y tomar medidas cautelares contra ellos. El yo se dice que aquello es una enfermedad, una invasión extranjera, e intensifica su vigilancia; pero no puede comprender por qué se siente tan singularmente paralizado.

La Psiquiatría niega, desde luego, en estos casos que se hayan introducido en la vida anímica extraños espíritus perversos; pero, aparte de ello, no hace más que encogerse de hombros y hablar de degeneración, disposición hereditaria e inferioridad constitucional. El psicoanálisis procura esclarecer estos inquietantes casos patológicos, emprende largas y minuciosas investigaciones y puede, por fin, decir al yo: «No se ha introducido en ti nada extraño; una parte de tu propia vida anímica se ha sustraído a tu conocimiento y a la soberanía de tu voluntad. Por eso es tan débil tu defensa; combates con una parte de su fuerza contra la otra parte, y no puedes reunir, como lo harías contra un enemigo exterior, toda tu energía. Y ni siquiera es la parte peor, o la menos importante, de tus fuerzas anímicas la que así se te ha puesto enfrente y se ha hecho independiente de ti. Pero es toda la culpa tuya. Has sobrestimado tus fuerzas, creyendo que podías hacer lo que quisieras con tus instintos sexuales, sin tener para nada en cuenta sus propias tendencias. Los instintos sexuales se han rebelado entonces y han seguido sus propios oscuros caminos para sustraerse al sometimiento, y se han salido con la suya de un modo que no puede serte grato. De cómo lo han logrado y qué caminos han seguido, no has tenido tú la menor noticia; sólo el resultado de tal proceso, el síntoma, que tú sientes como un signo de enfermedad, ha llegado a tu conocimiento. Pero no lo reconoces como una derivación de tus propios instintos rechazados ni sabes que es una satisfacción sustitutivo de los mismos.

Ahora bien: todo este proceso sólo se hace posible por el hecho de que también en otro punto importantísimo estás en error. Confías en que todo lo que sucede en tu alma llega a tu conocimiento, por cuanto la conciencia se encarga de anunciártelo. Y cuando no has tenido noticia ninguna de algo, crees que no puede existir en tu alma. Llegas incluso a identificar lo «anímico» con lo «consciente»; esto es, con lo que te es conocido, a pesar de la evidencia de que a tu vida psíquica tiene que suceder de continuo mucho más de lo que llega a ser conocido a tu conciencia. Déjate instruir sobre este punto. Lo anímico en ti no coincide con lo que te es consciente; una cosa es que algo sucede en tu alma, y otra que tú llegues a tener conocimiento de ello. Concedemos, sí, que, por lo general, el servicio de información de tu conciencia es suficiente para tus necesidades. Pero no debes acariciar la ilusión de que obtienes noticia de todo lo importante. En algunos casos (por ejemplo, en el de un tal conflicto de los instintos), el servicio de información falla, y tu voluntad no alcanza entonces más allá de tu conocimiento. Pero, además, en todos los casos, las noticias de tu conciencia son incompletas, y muchas veces nada fidedignas, sucediendo también con frecuencia que sólo llegas a tener noticia de los acontecimientos cuando los mismos se han cumplido ya, y en nada puedes modificarlos. ¿Quién puede estimar, aun no estando tú enfermo, todo lo que sucede en tu alma sin que tú recibas noticia de ello o sólo noticias incompletas y falsas? Te conduces como un rey absoluto, que se contenta con la información que le procuran sus altos dignatarios y no desciende jamás hasta el pueblo para oír su voz. Adéntrate en ti, desciende a tus estratos más profundos y aprende a conocerte a ti mismo; sólo entonces podrás llegar a comprender por qué puedes enfermar y, acaso, también a evitar la enfermedad.»

Así quiso el psicoanálisis aleccionar al yo. Pero sus dos tesis, la de que la vida instintiva de la sexualidad no puede ser totalmente domada en nosotros y la de que los procesos anímicos son en sí inconscientes, y sólo mediante una percepción incompleta y poco fidedigna llegan a ser accesibles al yo y sometidos por él, equivalen a la afirmación de que el yo no es dueño y señor en su propia casa. Y representan el tercer agravio inferido a nuestro amor propio; un agravio psicológico. No es, por tanto, de extrañar que el yo no acoja favorablemente las tesis psicoanalíticas y se niegue tenazmente a darles crédito.

Sólo una minoría entre los hombres se ha dado clara cuenta de la importancia decisiva que supone para la ciencia y para la vida la hipótesis de la existencia de procesos psíquicos inconscientes. Pero nos apresuraremos a añadir que no ha sido el psicoanálisis el primero en dar este paso. Podemos citar como precursores a renombrados filósofos, ante todo a Schopenhauer, el gran pensador, cuya «voluntad» inconsciente puede equipararse a los instintos anímicos del psicoanálisis, y que atrajo la atención de los hombres con frases de inolvidable penetración sobre la importancia, desconocida aún, de sus impulsos sexuales. Lo que el psicoanálisis ha hecho ha sido no limitarse a afirmar abstractamente las dos tesis, tan ingratas al narcisismo, de la importancia psíquica de la sexualidad y la inconsciencia de la vida anímica, sino que las ha demostrado con su aplicación a un material que a todos nos atañe personalmente y nos fuerza a adoptar una actitud ante estos problemas. Pero precisamente por ello ha atraído sobre sí la repulsa y las resistencias que aluden aún respetuosamente al gran nombre del filósofo.

viernes, 11 de abril de 2008

Más allá del principio de placer

Acabo de publicar en la web la obra de Freud de 1920 “Más allá del Principio de Placer”

Aquí elabora por primera vez su idea de que la dinámica de la psique no sólo se encuentra movida por una pulsión erótica (Eros), sino que también existe una “pulsión de muerte” (Tánatos), que podría hacer explicable el fenómeno de la represión y la resistencia. A medida de que evoluciona su pensamiento Freud advierte que el “yo” (Ego) no es sujeto de la represión, sino más bien la padece. Esta idea culminará en su segunda tópica de la psique, dividida en tres instancias: yo, ello y superyó, como establecerá en 1923 en “El yo y el ello”

Si la represión está al servicio del principio de placer (y tiene como objeto proteger al yo de lo displaciente), ¿a qué puede deberse la compulsión de repetición que hace que “lo reprimido” retorne una y otra vez?

En “Más allá del Principio de Placer” Freud escribe:

Pero entonces debemos decir que, en verdad, es incorrecto hablar de un imperio del principio de placer sobre el decurso de los procesos anímicos. Si así fuera, la abrumadora mayoría de nuestros procesos anímicos tendría que ir acompañada de placer o llevar a él; y la experiencia más universal refuta enérgicamente esta conclusión. Por tanto, la situación no puede ser sino esta: en el alma existe una fuerte tendencia al principio de placer, pero ciertas otras fuerzas o constelaciones la contrarían, de suerte que el resultado final no siempre puede corresponder a la tendencia al placer. Compárese la observación que hace Fechner (1873, pág. 90) a raíz de un problema parecido: «Pero puesto que la tendencia a la meta no significa todavía su logro, y en general esta meta sólo puede alcanzarse por aproximaciones ... » . Si ahora atendemos a la pregunta por las circunstancias capaces de impedir que el principio de placer prevalezca, volvemos a pisar un terreno seguro y conocido, y para dar la respuesta podemos aducir en sobrado número nuestras experiencias analíticas.
...
…acontece repetidamente que ciertas pulsiones o partes de pulsiones se muestran, por sus metas o sus requerimientos, inconciliables con las restantes que pueden conjugarse en la unidad abarcadora del yo. Son segregadas entonces de esa unidad por el proceso de la represión; se las retiene en estadios inferiores del desarrollo psíquico y se les corta, en un comienzo, la posibilidad de alcanzar :satisfacción. Y si luego consiguen (como tan fácilmente sucede en el caso de las pulsiones sexuales reprimidas) procurarse por ciertos rodeos una satisfacción directa o sustitutiva, este éxito, que normalmente habría sido una posibilidad de placer, es sentido por el yo como displacer. A consecuencia del viejo conflicto que desembocó en la represión, el principio de placer experimenta otra ruptura justo en el momento en que ciertas pulsiones laboraban por ganar un placer nuevo en obediencia a ese principio.
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No hay duda de que la resistencia del yo conciente y preconciente está al servicio del principio de placer. En efecto: quiere ahorrar el displacer que se excitaría por la liberación de lo reprimido, en tanto nosotros nos empeñamos en conseguir que ese displacer se tolere invocando el principio de realidad. Ahora bien, ¿qué relación guarda con el principio de placer la compulsión de repetición, la exteriorización forzosa de lo reprimido? Es claro que, las más de las veces, lo que la compulsión de repetición hace revivenciar no puede menos que provocar displacer al yo, puesto que saca a luz operaciones de mociones pulsionales reprimidas. Empero, ya hemos considerado esta clase de displacer: no contradice al principio de placer, es displacer para un sistema y, al mismo tiempo, satisfacción para el otro. Pero el hecho nuevo y asombroso que ahora debemos describir es que la compulsión de repetición devuelve también vivencias pasadas que no contienen posibilidad alguna de placer, que tampoco en aquel momento pudieron ser satisfacciones, ni siquiera de las mociones pulsionales reprimidas desde entonces.

El florecimiento temprano de la vida sexual infantil estaba destinado a sepultarse {Untergang} porque sus deseos eran inconciliables con la realidad y por la insuficiencia de la etapa evolutiva en que se encontraba el niño. Ese florecimiento se fue a pique {zugrunde gehen} a raíz de las más penosas ocasiones y en medio de sensaciones hondamente dolorosas. La pérdida de amor y el fracaso dejaron como secuela un daño permanente del sentimiento de sí, en calidad de cicatriz narcisista, que, tanto según mis experiencias como según las puntualizaciones de Marcinowski (1918), es el más poderoso aporte al frecuente «sentimiento de inferioridad» de los neuróticos. La investigación sexual, que chocó con la barrera del desarrollo corporal del niño, no obtuvo conclusión satisfactoria; de ahí la queja posterior: «No puedo lograr nada; nada me sale bien». El vínculo tierno establecido casi siempre con el progenitor del otro sexo sucumbió al desengaño, a la vana espera de una satisfacción, a los celos que provocó el nacimiento de un hermanito, prueba indubitable de la infidelidad del amado o la amada; su propio intento, emprendido con seriedad trágica, de hacer él mismo un hijo así, fracasó vergonzosamente; el retiro de la ternura que se prodigaba al niñito, la exigencia creciente de la educación, palabras serias y un ocasional castigo habían terminado por revelarle todo el alcance del desaire que le reservaban. Así llega a su fin el amor típico de la infancia; su ocaso responde a unos pocos tipos, que aparecen con regularidad.

Ahora bien, los neuróticos repiten en la transferencia todas estas ocasiones indeseadas y estas situaciones afectivas dolorosas, reanimándolas con gran habilidad. Se afanan por interrumpir la cura incompleta, saben procurarse de nuevo la impresión del desaire, fuerzan al médico a dirigirles palabras duras y a conducirse fríamente con ellos, hallan los objetos apropiados para sus celos, sustituyen al hijo tan ansiado del tiempo primordial por el designio o la promesa de un gran regalo, casi siempre tan poco real como aquel. Nada de eso pudo procurar placer entonces; se creería que hoy produciría un displacer menor si emergiera como recuerdo o en sueños, en vez de configurarse como vivencia nueva. Se trata, desde luego, de la acción de pulsiones que estaban destinadas a conducir a la satisfacción; pero ya en aquel momento no la produjeron, sino que conllevaron únicamente displacer. Esa experiencia se hizo en vano. Se la repite a pesar de todo; una compulsión esfuerza a ello.

Eso mismo que el psicoanálisis revela en los fenómenos de transferencia de los neuróticos puede reencontrarse también en la vida de personas no neuróticas. En estas hace la impresión de un destino que las persiguiera, de un sesgo demoníaco en su vivenciar; y desde el comienzo el psicoanálisis juzgó que ese destino fatal era autoinducido y estaba determinado por influjos de la temprana infancia. La compulsión que así se exterioriza no es diferente de la compulsión de repetición de los neuróticos, a pesar de que tales personas nunca han presentado los signos de un conflicto neurótico tramitado mediante la formación de síntoma. Se conocen individuos en quienes toda relación humana lleva a idéntico desenlace: benefactores cuyos protegidos (por disímiles que sean en lo demás) se muestran ingratos pasado cierto tiempo, y entonces parecen destinados a apurar entera la amargura de la ingratitud; hombres en quienes toda amistad termina con la traición del amigo; otros que en su vida repiten incontables veces el acto de elevar a una persona a la condición de eminente autoridad para sí mismos o aun para el público, y tras el lapso señalado la destronan para sustituirla por una nueva; amantes cuya relación tierna con la mujer recorre siempre las mismas fases y desemboca en idéntico final, etc. Este «eterno retorno de lo igual» nos asombra poco cuando se trata de una conducta activa de tales personas y podemos descubrir el rasgo de carácter que permanece igual en ellas, exteriorizándose forzosamente en la repetición de idénticas vivencias. Nos sorprenden mucho más los casos en que la persona parece vivenciar pasivamente algo sustraído a su poder, a despecho de lo cual vivencia una y otra vez la repetición del mismo destino. Piénsese, por ejemplo, en la historia de aquella mujer que se casó tres veces sucesivas, y las tres el marido enfermó y ella debió cuidarlo en su lecho de muerte. La figuración poética más tocante de un destino fatal como este la ofreció Tasso en su epopeya romántica, la Jerusalén liberada. El héroe, Tancredo, dio muerte sin saberlo a su amada Clorinda cuando ella lo desafió revestida con la armadura de un caballero enemigo. Ya sepultada, Tancredo se interna en un ominoso bosque encantado, que aterroriza al ejército de los cruzados. Ahí hiende un alto árbol con su espada, pero de la herida del árbol mana sangre, y la voz de Clorinda, cuya alma estaba aprisionada en él, le reprocha que haya vuelto a herir a la amada.

En vista de estas observaciones relativas a la conducta durante la transferencia y al destino fatal de los seres humanos, osaremos suponer que en la vida anímica existe realmente una compulsión de repetición que se instaura más allá del principio de placer.
...
hemos partido de una tajante separación entre pulsiones yoicas = pulsiones de muerte, y pulsiones sexuales = pulsiones de vida. Estábamos ya dispuestos a computar las supuestas pulsiones de autoconservación del yo entre las pulsiones de muerte, de lo cual posteriormente nos abstuvimos, corrigiéndonos. Nuestra concepción fue desde el comienzo dualista, y lo es de manera todavía más tajante hoy, cuando hemos dejado de llamar a los opuestos pulsiones yoicas y pulsiones sexuales, para darles el nombre de pulsiones de vida y pulsiones de muerte. En cambio, la teoría de la libido de Jung es monista; el hecho de que llamara «libido» a su única fuerza pulsional tuvo que sembrar confusión, pero no debe influirnos más. Conjeturamos que en el interior del yo actúan pulsiones diversas de las de autoconservación libidinosas; sólo que deberíamos poder indicarlas. Es de lamentar que nos resulte harto difícil hacerlo, por el atraso en que se encuentra el análisis del yo. Acaso las pulsiones libidinosas del yo estén enlazadas de una manera particular con esas otras pulsiones yoicas que todavía desconocemos. Aun antes de discernir claramente el narcisismo, el psicoanálisis conjeturaba que las «pulsiones yoicas» han atraído hacia sí componentes libidinosos. Pero estas son posibilidades muy inciertas, y es difícil que nuestros oponentes las tomen en cuenta. Sigue siendo fastidioso que el análisis hasta ahora sólo nos haya permitido pesquisar pulsiones [yoicas] libidinosas. Mas no por ello avalaríamos la inferencia de que no hay otras.

Dada la oscuridad que hoy envuelve a la doctrina de las pulsiones, no haríamos bien desechando ocurrencias que nos prometieran esclarecimiento. Hemos partido de la gran oposición entre pulsiones de vida y pulsiones de muerte. El propio amor de objeto nos enseña una segunda polaridad de esta clase, la que media entre amor (ternura) y odio (agresión). ¡Sí consiguiéramos poner en relación recíproca estas dos polaridades, reconducir la una a la otra! Desde: siempre hemos reconocido un componente sádico en la pulsión sexual; según sabemos, puede volverse autónomo y gobernar, en calidad de perversión, la aspiración sexual íntegra de la persona. Y aun se destaca, como pulsión parcial dominante, en una de las que he llamado «organizaciones pregenitales». Ahora bien, ¿cómo podríamos derivar del Eros conservador de la vida la pulsíón sádica, que apunta a dañar el objeto? ¿No cabe suponer que ese sadismo es en verdad una pulsión de muerte apartada del yo por el esfuerzo y la influencia de la libido narcisista, de modo que sale a la luz sólo en el objeto? Después entra al servicio de la función sexual; en el estadio de organización oral de la libido, el apoderamiento amoroso coincide todavía con la aniquilación del objeto; más tarde la pulsión sádica se separa y cobra a la postre, en la etapa del primado genital regido por el fin de la reproducción, la función de dominar al objeto sexual en la medida en que lo exige la ejecución del acto genésico. Y aun podría decirse que el sadismo esforzado a salir {berausdrängen} del yo ha enseñado el camino a los componentes libidinosos de la pulsión sexual, que, en pos de él, se esfuerzan en dar caza {nachdrängen} al objeto. Donde el sadismo originario no ha experimentado ningún atemperamiento ni fusión {Verschmelzung}, queda establecida la conocida ambivalencia amor-odio de la vida amorosa.

miércoles, 9 de abril de 2008

Anna O, buscando la palabra perdida

Con la amable autorización de su autora, Isabel Monzón, he publicado su artículo “Anna O, buscando la palabra perdida”, en el que ofrece otra comprensión del caso fundador del psicoanálisis, sobre el cual Josef Breur ofreció el historial en los “Estudios sobre la histeria” de Sigmund Freud.

A través del artículo de Isabel Monzón se presenta otra Anna O., aquellas facetas de su personalidad que Josef Breur omitió, y que muestran no sólo a una mujer inteligente y apasionada (que sería la primera asistente social de Europa y una de las primeras de l mundo, autora de un ensayo y de otras obras narrativas), sino los temores del terapeuta que se ve embrollado en los lazos de la transferencia y la contratransferencia.

Así, en el artículo podemos leer, entre otras cosas:
Según Jones - quien advierte estar transcribiendo un relato que le hiciera Freud, recibido, a su vez, de Breuer - el tratamiento de Anna no finalizó con una exitosa alta, como se relata en el historial. Todo lo contrario, la terapia fue suspendida abruptamente en junio de 1882 por Breuer quien, por hablar permanentemente de Anna, había provocado los celos de su esposa.
La “interesante” paciente, relata Jones, había desatado en su terapeuta una poderosa contratransferencia. Ella, “más enferma que nunca”, reaccionó ante el abandono desarrollando todos los síntomas de un falso parto histérico. Breuer, llamado por los familiares, concurrió otra vez a visitarla, la encontró en ese estado y la calmó con hipnosis. Luego él, “bañado en frío sudor abandonó la casa”. Al día siguiente viajó con su esposa, en una segunda luna de miel, a Venecia. El fruto de este viaje fue el nacimiento de una hija que, “concebida en circunstancias tan especiales, habría de suicidarse sesenta años más tarde, en Nueva York”.

La tendenciosa versión de Jones, desacreditada por Henry Ellenberger en su historia sobre Anna O., ciertamente muy bien documentada, no sólo resta valor a la figura humana y científica de Joseph Breuer sino que, además, ofrece una lectura veladamente misógina acerca de Bertha Pappenheim. Ellenberger nos cuenta que Dora, la última hija de Breuer, nació el 11 de marzo de 1882 y que, por lo tanto, debe haber sido concebida aproximadamente en junio de 1881, cuando Anna fue trasladada a una casa de campo para su internación y no en junio de 1882, como dice Jones. En consecuencia, el nacimiento de Dora Breuer no tuvo nada que ver con los avatares del vínculo de su padre con Anna O. Tampoco su suicidio.
En un artículo de Lucy Freeman leímos el testimonio de una nieta de Breuer, según el cual su tía Dora vivía en Viena cuando Hitler tomó el poder. En el momento que la Gestapo llegó a su casa para llevarla a un campo de concentración, ella que, además, era víctima de un cáncer terminal, prefirió suicidarse. Hay otro testimonio, y es de Ernst Hammerschlag, psicoanalista y sobrino político de Breuer. Comentando el informe de Jones, dijo: “Breuer, que era un buen padre de familia, no tenía el aspecto de ser un charlatán sobre cuestiones profesionales. No daba la impresión de que al volver a casa se desahogara con su mujer”. Ésta no va a ser la única vez que Ernest Jones calumnie a uno de sus colegas ya que también lo hizo con el talentoso Ferenczi. Tal vez con sus tendenciosas historias se proponía desacreditar a todo el que, de una u otra manera, pudiera hacerle sombra a Freud. Por otra parte, la de Jones es una lectura misógina, en tanto empequeñece la imagen de Anna con esa versión - de la que no existen pruebas - del falso parto histérico, como si los únicos intereses de ella rondaran la relación con el varón y la maternidad. Jones también puede llegar a conducirnos a dudar acerca de la reserva de Freud, quien, según él, le relató este hecho. En 1925 el creador del psicoanálisis, refiriéndose a Joseph Breuer, dijo que se trataba de “un hombre reservado y modesto”, que durante muchos años había mantenido en secreto los descubrimientos realizados en el tratamiento con Anna O. Joseph Breuer fue motivado por el mismo Freud a publicar el historial y sus reflexiones. “Más tarde tuve razones para suponer que también un factor puramente afectivo lo había disuadido de proseguir su labor en el esclarecimiento de la neurosis. Había tropezado con la infaltable transferencia de la paciente sobre el médico, pero no aprehendió la naturaleza impersonal de ese proceso”.
De estas palabras de Freud creemos que es necesario remarcar su utilización del verbo suponer. En Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico (1914) había afirmado algo similar “Tengo fuertes motivos para conjeturar que, tras eliminar todos los síntomas, Breuer debió descubrir la motivación sexual de la transferencia pero, habiéndosele escapado la naturaleza universal de este inesperado fenómeno, interrumpió en este punto su investigación, como sorprendido por un untoward event (suceso adverso)”. En 1925, Presentación autobiográfica, Freud insiste en que Breuer adivinó la etiología sexual de la enfermedad de Anna O., agregando luego una frase que se acerca a la versión que diera Jones en 1953: “Al fin atiné a interpretar rectamente ese caso y a reconstruir, basándome en algunos indicios que Breuer me había dado al comienzo, el desenlace de su tratamiento. Después que el trabajo catártico pareció finiquitado, sobrevino de pronto a la muchacha un estado de amor de transferencia, que él omitió vincular a su enfermedad, por lo cual se apartó de ella estupefacto”. En la carta que el 2 de junio de 1932 le escribe a Stephan Zweig - no sólo uno de sus biógrafos sino también, según Peter Gay, uno de sus más apasionados defensores - nos encontramos con un Freud que, abandonando toda reserva, relata este recuerdo: “Lo que realmente sucedió con la paciente de Breuer lo pude adivinar más tarde, mucho después de la ruptura de nuestras relaciones, cuando de pronto recordé algo que Breuer me había dicho en otro contexto, antes de que empezáramos a colaborar y que nunca repitió . Al anochecer de aquel día en que habían desaparecido todos los síntomas de ella, lo mandaron llamar para que viera de nuevo a la paciente; la encontró confundida y retorciéndose con calambres abdominales. Cuando le preguntó qué le pasaba, ella le respondió: “ ¡Va a nacer el niño del Doctor B.!” Presa del horror, huyó y dejó a la paciente con un colega. Durante los meses que siguieron, ella permaneció en un sanatorio luchando por recuperar su salud.”. En ese momento, agrega Freud, Breuer tuvo en sus manos “la llave que hubiera abierto las puertas a las Madres, pero la dejó caer”.

domingo, 6 de abril de 2008

El descubrimiento del inconsciente


Acabo de subir a la web el capítulo 3: “La primera psiquiatría dinámica (1775-1900)” del libro de Henry Ellenberger, “El descubrimiento del inconsciente. Historia y evolución de la psiquiatría dinámica”
Aquí Ellenberger habla del mesmerismo y de los primeros magnetizadores e hipnotizadores como precursores y fundadores de un enfoque dinámico de la psique. Vinculando el concepto de sugestión y auto-sugestión con el renacentista de imaginatio, Ellenberger traza un recorrido panorámico sobre las diversas concepciones dinámicas de la psique, no restringiéndose sólo al ámbito médico sino incluyendo también la literatura del siglo XIX, en especial las obras de Poe, E.T.A. Hoffman, Robert Browning, du Maurier, Maupassant y otros.
Sin reducir la concepción del inconsciente propia de la psicología profunda, Ellenberger muestra así sus antecedentes históricos.

viernes, 4 de abril de 2008

El caso de Anna O.

En 1895 Freud y Breuer publican sus “Estudios sobre la histeria”, donde defienden el “método catártico” (vincular el síntoma físico con el recuerdo y abreacción del trauma reprimido). A partir de esta base Freud construirá su proyecto de análisis psíquico, el psicoanálisis, fundando así la psicología profunda.

El histérico padecería principalmente de reminiscencias, escribe Freud en aquella ocasión.

Entre los historiales clínicos que aparecen en el libro, Josef Breur incluye el caso de Anna O. (Berta Pappenheim), que será justamente el caso fundador del psicoanális. Es sorprendente constatar cómo en su narrativa es aparente que Breuer no advierte el enamoramiento de su paciente con él. Sobre ese tipo de relación inconsciente el psicoanálisis construirá su teoría de la transferencia, yendo mucho más allá de la primitiva intuición de Breur.

Acabo de incluir en la web del Centro la narración de Breuer del caso de Anna O., que fue omitido en la traducción castellana de las obras completas de Freud en la editorial Biblioteca Nueva.