miércoles, 22 de agosto de 2007

Más reflexiones psico-lógicas: Nietzsche

Ya James Hillman notó que “Cuando se nos dice qué es saludable se nos está diciendo qué está bien pensar y sentir. Cuando se nos dice qué es mentalmente enfermo se nos está diciendo qué ideas, conductas y fantasías están mal.”

Lo que “está bien” y lo que “está mal” es patrimonio de “la moral” y, sin duda, la psicología actual -y ante todo, la psicología analítica- está ejercida por moralistas de incógnito (o no tanto…) Al proponer la “terapia” como un ejercicio moral (en nombre del “crecimiento”, “la integración”, “el autoconocimiento”, etc.) no sólo se está practicando una dudosa moral -y tanto más dudosa aún porque se encubre bajo la máscara de “la salud” y del uniforme del “especialista”, “el psicólogo” cuando no “el científico”- sino que se está estimulando el ejercicio heroico de fortalecimiento del ego que “ha de esforzarse” por “hacerlo bien”, dar la talla de lo que “debería ser”.

Ya hace tiempo que Nietzsche diagnóstico que ego (interés) y moral van inextricablemente unidos y que se caracterizan por una incapacidad de aceptación de lo que hay (la existencia), por una imposición, por la exigencia y por el “pasar juicio” -: por la perpetuación del ego y de esa misma moral que no son sino manifestaciones encubiertas de una forma de opresión.

Nietzsche tuvo el coraje de denunciar que “buscar un sentido a la vida, es ya despreciarla. El sentido de la existencia está en ella” (El Anticristo) y por ello afirmó: “consideremos, por último, cuánta candidez hay en decir: el hombre debería ser de esta manera. La realidad nos muestra una maravillosa riqueza de tipos, una verdadera exuberancia en la variedad y en la profusión de las formas. Pero viene cualquier moralista de plazuela y dice: "No, el hombre debería ser de otra manera". ¿Sabe siquiera cómo debería ser él mismo, ese santurrón, que se retrata en la pared y dice: Ecce homo? (Más allá del bien y del mal)

Las reflexiones continúan aquí

martes, 21 de agosto de 2007

Walter Benjamin: Tesis de filosofía de la historia

He publicado las Tesis de Filosofía de la Historia de Walter Benjamin, entre las cuales puede leerse:

Es notorio que ha existido, según se dice, un autómata construido de tal manera que resultaba capaz de replicar a cada jugada de un ajedrecista con otra jugada contraria que le aseguraba ganar la partida. Un muñeco trajeado a la turca, en la boca una pipa de narguile, se sentaba a tablero apoyado sobre una mesa espaciosa. Un sistema de espejos despertaba la ilusión de que esta mesa era transparente por todos sus lados. En realidad se sentaba dentro un enano jorobado que era un maestro en el juego del ajedrez y que guiaba mediante hilos la mano del muñeco. Podemos imaginarnos un equivalente de este aparato en la filosofía. Siempre tendrá que ganar el muñeco que llamamos «materialismo histórico». Podrá habérsela -sin más ni más con cualquiera, si toma a su servicio a la teología que, como es sabido, es hoy pequeña y fea y no debe dejarse ver en modo alguno.

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«Entre las peculiaridades más dignas de mención del temple humano», dice Lotze, «cuenta, a más de tanto egoísmo particular, la general falta de envidia del presente respecto a su futuro». Esta reflexión nos lleva a pensar que la imagen de felicidad que albergamos se halla enteramente teñida por el tiempo en el que de una vez por todas nos ha relegado el decurso de nuestra existencia. La felicidad que podría despertar nuestra envidia existe sólo en el aire que hemos respirado, entre los hombres con los que hubiésemos podido hablar, entre las mujeres que hubiesen podido entregársenos. Con otras palabras, en la representación de felicidad vibra inalienablemente la de redención. Y lo mismo ocurre con la representación de pasado, del cual hace la historia asunto suyo. El pasado lleva consigo un índice temporal mediante el cual queda remitido a la redención. Existe una cita secreta entre las generaciones que fueron y la nuestra. Y como a cada generación que vivió antes que nosotros, nos ha sido dada una flaca fuerza mesiánica sobre la que el pasado exige derechos. No se debe despachar esta exigencia a la ligera.

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Articular históricamente lo pasado no significa conocerlo «tal y como verdaderamente ha sido». Significa adueñarse de un recuerdo tal y como relumbra en el instante de un peligro. Al materialismo histórico le incumbe fijar una imagen del pasado tal y como se le presenta de improviso al sujeto histórico en el instante del peligro. El peligro amenaza tanto al patrimonio de la tradición como a los que lo reciben. En ambos casos es uno y el mismo: prestarse a ser instrumento de la clase dominante. En toda época ha de intentarse arrancar la tradición al respectivo conformismo que está a punto de subyugarla. El Mesías no viene únicamente como redentor; viene como vencedor del Anticristo. El don de encender en lo pasado la chispa de la esperanza sólo es inherente al historiador que está penetrado de lo siguiente: tampoco los muertos estarán seguros ante el enemigo cuando éste venza. Y este enemigo no ha cesado de vencer.

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Fustel de Coulanges recomienda al historiador, que quiera revivir una época, que se quite de la cabeza todo lo que sepa del decurso posterior de la historia. Mejor no puede calarse el procedimiento con el que ha roto el materialismo histórico. Es un procedimiento de empatía. Su origen está en la desidia del corazón, en la acedía que desespera de adueñarse de la auténtica imagen histórica que relumbra fugazmente. Entre los teólogos de la Edad media pasaba por ser la razón fundamental de la tristeza. Flaubert, que hizo migas con ella, escribe: «Peu de gens devineront combien il a fallu étre triste pour ressusciter Carthage». La naturaleza de esa tristeza se hace patente al plantear la cuestión de con quién entra en empatía el historiador historicista. La respuesta es innegable que reza así: con el vencedor. Los respectivos dominadores son los herederos de todos los que han vencido una vez. La empatía con el vencedor resulta siempre ventajosa para los dominadores de cada momento. Con lo cual decimos lo suficiente al materialista histórico. Quien hasta el día actual se haya llevado la victoria, marcha en el cortejo triunfal en el que los dominadores de hoy pasan sobre los que también hoy yacen en tierra. Como suele ser costumbre, en el cortejo triunfal llevan consigo el botín. Se le designa como bienes de cultura. En el materialista histórico tienen que contar con un espectador distanciado. Ya que los bienes culturales que abarca con la mirada, tienen todos y cada uno un origen que no podrá considerar sin horror. Deben su existencia no sólo al esfuerzo de los grandes genios que los han creado, sino también a la servidumbre anónima de sus contemporáneos. Jamás se da un documento de cultura sin que lo sea a la vez de la barbarie. E igual que él mismo no está libre de barbarie, tampoco lo está el proceso de transmisión en el que pasa de uno a otro. Por eso el materialista histórico se distancia de él en la medida de lo posible. Considera cometido suyo pasarle a la historia el cepillo a contrapelo.

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La tradición de los oprimidos nos enseña que la regla es el «estado de excepción» en el que vivimos. Hemos de llegar a un concepto de la historia que le corresponda. Tendremos entonces en mientes como cometido nuestro provocar el verdadero estado de excepción; con lo cual mejorará nuestra posición en la lucha contra el fascismo. No en último término consiste la fortuna de éste en que sus enemigos salen a su encuentro, en nombre del progreso, como al de una norma histórica. No es en absoluto filosófico el asombro acerca de que las cosas que estamos viviendo sean «todavía» posibles en el siglo veinte. No está al comienzo de ningún conocimiento, a no ser de éste: que la representación de historia de la que procede no se mantiene.

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Los temas de meditación que la regla monástica señalaba a los hermanos tenían por objeto prevenirlos contra el mundo y contra sus pompas. La concatenación de ideas que ahora seguimos procede de una determinación parecida. En un momento en que los políticos, en los cuales los enemigos del fascismo habían puesto sus esperanzas, están por el suelo y corroboran su derrota traicionando su propia causa, dichas ideas pretenden liberar a la criatura política de las redes con que lo han embaucado. La reflexión parte de que la testaruda fe de estos políticos en el progreso, la confianza que tienen en su «base en las masas» y finalmente su servil inserción en un aparato incontrolable son tres lados de la misma cosa. Además procura darnos una idea de lo cara que le resultará a nuestro habitual pensamiento una representación de la historia que evite toda complicidad con aquella a la que los susodichos políticos siguen aferrándose.

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La historia es objeto de una construcción cuyo lugar no está constituido por el tiempo homogéneo y vacío, sino por un tiempo pleno, «tiempo - ahora»
(Benjamin dice “Jetztzeit” e indica con las comillas que no se trata simplemente de una equivalencia con 'Gegenwart' (presente), sino más bien del místico 'nunc stans'). Así la antigua Roma fue para Robespierre un pasado cargado de «tiempo - ahora» que él hacía saltar del continuum de la historia. La Revolución francesa se entendió a sí misma como una Roma que retorna. Citaba a la Roma antigua igual que la moda cita un ropaje del pasado. La moda husmea lo actual dondequiera que lo actual se mueva en la jungla de otrora. Es un salto de tigre al pasado. Sólo tiene lugar en una arena en la que manda la clase dominante. El mismo salto bajo el cielo despejado de la historia es el salto dialéctico, que así es como Marx entendió la revolución.

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El historicismo culmina con pleno derecho en la historia universal. Y quizás con más claridad que de ninguna otra se separa de ésta metódicamente la historiografía materialista. La primera no tiene ninguna armadura teórica. Su procedimiento es aditivo; proporciona una masa de hechos para llenar el tiempo homogéneo y vacío. En la base de la historiografía materialista hay por el contrario un principio constructivo. No sólo el movimiento de las ideas, sino que también su detención forma parte del pensamiento. Cuando éste se para de pronto en una constelación saturada de tensiones, le propina a ésta un golpe por el cual cristaliza en mónada. El materialista histórico se acerca a un asunto de historia únicamente, solamente cuando dicho asunto se le presenta como mónada. En esta estructura reconoce el signo de una detención mesiánica del acaecer, o dicho de otra manera: de una coyuntura revolucionaria en la lucha en favor del pasado oprimido. La percibe para hacer que una determinada época salte del curso homogéneo de la historia; y del mismo modo hace saltar a una determinada vida de una época y a una obra determinada de la obra de una vida. El alcance de su procedimiento consiste en que la obra de una vida está conservada y suspendida en la obra, en la obra de una vida la época y en la época el decurso completo de la historia
(El término hegeliano aufheben en su sentido triple: conservar, elevar, anular) . El fruto alimenticio de lo comprendido históricamente tiene en su interior al tiempo como la semilla más preciosa, aunque carente de gusto.

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El historicismo se contenta con establecer un nexo causal de diversos momentos históricos. Pero ningún hecho es ya histórico por ser causa. Llegará a serlo póstumamente a través de datos que muy bien pueden estar separados de él por milenios. El historiador que parta de ello, dejará de desgranar la sucesión de datos como un rosario entre sus dedos. Captará la constelación en la que con otra anterior muy determinada ha entrado su propia época. Fundamenta así un concepto de presente como «tiempo - ahora» en el que se han metido esparciéndose astillas del tiempo mesiánico.

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Seguro que los adivinos, que le preguntaban al tiempo lo que ocultaba en su regazo, no experimentaron que fuese homogéneo y vacío. Quien tenga esto presente, quizás llegue a comprender cómo se experimentaba el tiempo pasado en la conmemoración: a saber, conmemorándolo. Se sabe que a los judíos les estaba prohibido escrutar el futuro. En cambio la Torah y la plegaria les instruyen en la conmemoración. Esto desencantaba el futuro, al cual sucumben los que buscan información en los adivinos. Pero no por eso se convertía el futuro para los judíos en un tiempo homogéneo y vacío. Ya que cada segundo era en él la pequeña puerta por la que podía entrar el Mesías.

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Otra posible traducción al castellano

lunes, 20 de agosto de 2007

"Los miles de dioses", de Henri Michaux

LOS MILES DE DIOSES
Lo increíble, lo deseado desesperadamente, desde la infancia, lo aparentemente excluido que pensé que nunca volvería a ver, lo inaudito, lo inaccesible, lo demasiado bello, lo sublime prohibido para mí, ha llegado. HE VISTO A LOS MILES DE DIOSES. He recibido el regalo portentoso. Se me han aparecido a mí, que no tengo fe (sin conocer la fe que tal vez pueda tener). Estaban ahí, presentes, más presentes que cualquier cosa que yo haya mirado jamás. Y era imposible y yo lo sabía, y sin embargo. Sin embargo, estaban ahí, colocados por centenares, unos junto a otros (pero les seguían mil más, apenas perceptibles y muchos más de mil, una infinidad). Esas personas tranquilas, nobles, suspendidas en el aire por una levitación que parecía natural, estaban ahí, ligerísimamente móviles, o más bien animándose sobre la marcha. Ellas, esas personas divinas y yo, solos en presencia. En algo así como el reconocimiento, yo les pertenecía. Pero, bueno -me objetarán- que se creía usted? Respondo: ¿Qué iba a creer SI ESTABAN AHÍ? ¿Por qué me iba a poner a discutir si me encontraba satisfecho? No estaban a una gran altura, pero era suficiente para, dejándose ver, guardar las distancias, para ser respetados por el testigo de su gloria que reconoce su superioridad incomparable. Eran naturales, como es natural el sol en el cielo. Yo no me movía. No tenía que inclinarme. Estaban colocados suficientemente por encima de mí. Era real y era como cosa convenida entre nosotros, en virtud de una alianza previa. Yo estaba colmado por ellos. Había dejado de estar mal colmado. Todo era perfecto. Ya no había ni que reflexionar, ni que sopesar, ni que criticar Ya no había nada que comparar. Mi horizontal era ahora una vertical. Yo existía en altura. No había vivido en vano. La diferencia con todos los acontecimientos anteriores era mi total y feliz consentimiento. No prestaba atención a otra cosa. Me entregaba con la misma intensidad con la que veía. En ese don estaba mi alegría...

Leer más poesías de Michaux...

sábado, 11 de agosto de 2007

El habla, el mundo y los dioses

Cuando la capacidad de hablar del hombre está presente y se ejercita, no está ahí sin más el acontecimiento esencial del habla: el diálogo. ¿Desde cuándo somos un diálogo? Donde debe haber un diálogo es preciso que la palabra esencial quede relacionada con el uno y el mismo. Sin esta relación es también justamente imposible disputar. Pero el uno y el mismo sólo pueden ser patentes a la luz de algo permanente y constante. Sin embargo, la constancia y la permanencia sólo aparecen cuando lucen la persistencia y la actualidad. Pero esto sucede en el momento en que se abre el tiempo en su extensión. Hasta que el hombre se sitúa en la actualidad de una permanencia, puede por primera vez exponerse a lo mudable, a lo que viene y a lo que va; porque sólo lo persistente es mudable. Hasta que por primera vez “el tiempo que se desgarra” irrumpe en presente, pasado y futuro, hay la posibilidad de unificarse en algo permanente. Somos un diálogo desde el tiempo en que “el tiempo es”. Desde que el tiempo surgió y se hizo estable, somos históricos. Ser un diálogo y ser histórico son ambos igualmente antiguos, se pertenecen uno al otro y son lo mismo.

Desde que somos un diálogo, el hombre ha experimentado mucho, y nombrado muchos dioses. Hasta que el habla aconteció propiamente como diálogo, vinieron los dioses a la palabra y apareció un mundo. Pero, una vez más, importa ver que la actualidad de los dioses y la aparición del mundo no son una consecuencia del acontecimiento del habla, sino que son contemporáneos. Y tanto más cuanto que el diálogo, que somos nosotros mismos, consiste en el nombrar los dioses y llegar a ser el mundo en la palabra.

Pero los dioses sólo pueden venir a la palabra cuando ellos mismos nos invocan, y estamos bajo su invocación. La palabra que nombra a los dioses es siempre una respuesta a tal invocación. Esta respuesta brota, cada vez, de la responsabilidad de un destino. Cuando los dioses traen al habla nuestra existencia, entramos al dominio donde se decide si nos prometemos a los dioses o nos negamos a ellos.

Con esto podemos estimar plenamente lo que significa: “Desde que somos un diálogo...” Desde que los dioses nos llevan al diálogo, desde que el tiempo es tiempo, el fundamento de nuestra existencia es un diálogo. La proposición de que el habla es el acontecimiento más alto de la existencia humana ha obtenido así su explicación y fundamentación.

Pero inmediatamente surge la cuestión: ¿cómo empieza este diálogo que nosotros somos? ¿Quién realiza aquel nombrar de los dioses? ¿Quién capta en el tiempo que se desgarra algo permanente y lo detiene en una palabra?

Estas son reflexiones del discurso de M. Heidegger en Hölderlin y la esencia de la poesía

viernes, 10 de agosto de 2007

También aquí hay dioses…

En su Carta sobre el humanismo Heidegger anota:
De Heráclito se cuentan unas palabras que habría dicho a unos extranjeros deseosos de ser recibidos por él. Al acercarse lo vieron calentándose cerca de un horno. Se detuvieron sorprendidos, y esto sobre todo porque él les infundió valor —a ellos los indecisos— haciéndoles entrar con estas palabras: “También aquí hay dioses”.

La multitud de visitantes extranjeros —en su impertinente curiosidad por el pensador— está desilusionada y desconcertada al ver, en el primer momento, lo que éste está haciendo. Creen deber encontrar al pensador en condiciones que, contra la usual manera de vivir de los hombres, lleven todos los rasgos de lo excepcional, de lo raro, y, por consiguiente, de lo sensacional. La multitud espera encontrar, durante su visita al pensador, cosas que —por lo menos durante algún tiempo— den materia para una entretenida charla. Los extranjeros que quieren visitar al pensador esperan verlo quizás en el preciso momento en que —hundido en profunda meditación— piensa. Los visitantes quieren “vivir” esto, no para ser tocados por el pensar sino sólo para poder decir que han visto y oído a alguien del cual, a su vez, sólo se dice que es un pensador.

En vez de esto encuentran los curiosos a Heráclito cerca de un horno de pan. Este es un lugar cotidiano e insignificante. Es cierto que ahí se cuece el pan; pero Heráclito, al pie del horno, ni siquiera está ocupado en hornear el pan. Está allí únicamente para calentarse. Y así muestra en ese lugar tan trivial toda la estrechez de su vida. La visión de un pensador con frío es poco interesante. Los curiosos, con esta desilusionante visión, pierden de inmediato las ganas de acercarse más. ¿Qué van a ver allí? Este acontecimiento cotidiano y sin gracia —el que alguien sienta frío y se mantenga cerca de un horno— puede encontrarlo cualquiera y a cualquier hora en su propia casa. ¿Para qué entonces ir a buscar a un pensador? Los visitantes se disponen a partir. Heráclito percibe la desilusionada curiosidad en sus caras. Reconoce que en la multitud basta la ausencia de una sensación esperada para determinar inmediatamente a los recién llegados a volverse. Por eso los anima. Los invita especialmente a entrar con las palabras “También aquí hay dioses”.

Estas palabras colocan la estancia del pensador y su actuar a otra luz. Si los visitantes entendieron estas palabras inmediatamente —o aún si llegaron a entenderlas— y vieron entonces todo distinto a esta otra luz, eso no lo dice el relato. Pero el que esta historia haya sido contada y transmitida hasta nosotros —gente de hoy— estriba en que lo que relata proviene de la atmósfera de este pensador y lo caracteriza. “También aquí” al pie del horno, en este lugar vulgar, donde todo objeto y toda circunstancia, todo actuar y pensar, son conocidos y usuales, esto es: seguro, también aquí, en el ámbito de lo seguro (=tranquilo - íntimo - sin peligro - normal), “hay dioses” (dios = inseguro - descomunal - peligroso - extraño).

David L. Miller comenta esta anotación en su “La nariz conoce los valores: el carácter y lo daimónico en la educación”

jueves, 9 de agosto de 2007

Observaciones sobre el “antropomorfismo” y el personalismo

Observaciones y reflexiones psicológicas, a propósito de un texto de Heidegger.

Hacia el Ereignis. Introducción a Heidegger

Acabo de publicar el interesante artículo de Antonio González “Hacia el Ereignis” que puede considerarse una seria introducción al pensamiento de Martin Heidegger.
En él se afirma que “Heidegger es el filósofo que en la filosofía contemporánea ha llamado la atención de una forma más decidida sobre la necesidad de determinar el sentido del ''ser''. Sin embargo, su propia evolución filosófica le conduce más allá del mismo. Ya en Ser y Tiempo nos encontramos con la remisión a un origen común de la verdad y del ser en el Dasein, con lo que se nos insinúa la posibilidad de pensar en algo más radical que el ser. Más adelante, durante los años 1928-1929, en el curso de Introducción a la filosofía, Heidegger habla del ''dejar-ser'' (Sein-lassen) como un ''acontecimiento fundamental'' (Grundgeschehen) de la existencia del Dasein. En este caso, tenemos también algo que parece ser más radical que el ser, que es justamente el ''dejar-ser''. En su texto Sobre la esencia de la verdad, Heidegger nos dirá que la verdad es libertad precisamente en cuanto que ella consiste precisamente en un ''dejar-ser''. En este ''dejar-ser'' no sólo hay algo que se desoculta, sino algo que queda oculto y que es entonces más radical que el mismo ''dejar-ser''. La evolución posterior de Heidegger va a significar una toma de posición clara sobre este punto. Si la verdad es un desocultamiento, la metafísica occidental se ha fijado solamente en lo que está presente en cuanto desoculto, y no en lo que queda oculto en ese desocultamiento. Debido a su pensamiento representativo, la metafísica ha atendido a la presencia, y no al desocultarse mismo”.